El día amanece
despejado. Cielo azul, ni una nube, y aunque aún se nota el fresco por las
mañanas, la temperatura invitará tímidamente a lo largo del día a vestir mangas
cortas y a realizar actividades fuera de nuestras casas.
Habrá quien decida
tomarse un día de descanso tranquilo en su casa, otros, mochila a la espalda o
subido en bicicleta, querrán hacer el típico paseo por el monte, pero yo no. Hoy
no. Yo soy un arquero.
Miro la maleta
del equipo y pienso que ya ha llegado el día. Se acabó la temporada de sala, y
comienza la temporada de las sensaciones: El sol brillando en lo alto si es por
la mañana, o comenzando a bajar en su recorrido si es por la tarde con esa
textura de luz especial que sólo las horas anteriores a su puesta pueden proporcionarnos.
Coloco el
esterón y estreno diana. Perfecta y preciosa en su colorido. Me voy alejando de
ella hasta los 70 metros.
La miro, allá a lo lejos y pienso que aunque esté en la distancia vamos a estar
juntos todo el día conectándonos a través de las flechas.
Abro la maleta y
miro a mi compañero. Con el mismo mimo que lo hago siempre aunque algunos días
no se porte como uno quiere, le voy añadiendo sus accesorios: las palas, la
cuerda, la estabilización, el visor… ¡¡¡ Coño….Que bonito es a la luz del
sol!!!
Escojo las
flechas, reviso las plumas, las meto en el carcaj, y me dirijo a la línea de
tiro.
Los pies bien
asentados en el suelo, en la verde hierba, bien mullidos del contacto con ésta.
A mi alrededor no se escucha nada. Tan sólo el sonido del bosque en el que
entreno, algún cuervo revoloteando en el cielo y la brisa que mece la parte
alta de las copas de los árboles. Miro a la diana, coloco la flecha en su punto
de encoque, cierro los ojos un instante y saboreo el momento.
Miro a la diana
de nuevo. Ahora no importa nada más. Sólo estamos ella y yo, y en un momento me
uniré a ella aunque esté en la lejanía, con un vuelo fugaz de saeta de apenas
dos segundos. Coloco mis dedos encallecidos en la cuerda con cuidado, en la
misma postura de siempre. Las marcas del entorchado así me lo indican. Alzo el
brazo izquierdo y apunto un poco por encima del esterón, para que cuando la
cuerda llegue a su anclaje final me permita focalizar directamente el amarillo. Voy
tomando aire para luego exhalarlo poco a poco.
A estas alturas,
ya han desaparecido los árboles, la brisa, el entorno. Mi mundo es ahora un
punto rojo en el centro de la diana. No hay nada más. Un instante de silencio y
luego un leve click, que libera la suelta de la cuerda acompañado del sonido
apagado, seco, suave que hace mi compañero cuando dejo que “estire sus
piernas”.
La flecha ya
está en el aire. La sigo con la mirada acompañándola en su vuelo. Vuelo recto,
sin titubeos, camina directa y decidida hacia su destino. El arco comienza a
balancearse suave hacia delante, mientras mantengo mi brazo izquierdo estático,
como si quisiera indicarle a la flecha el camino a seguir.
Es todo
perfecto, suave, sincronizado. Poesía dinámica. Me siento a gusto y soy feliz. En esos dos maravillosos segundos
que dura todo, soy feliz.
Al momento llega
el sonido que indica la culminación del viaje de la flecha. El cuerpo se relaja
y comienzo a percibir nuevamente todo a mi alrededor, y todo comienza de nuevo.
Soy un puñetero
arquero, y es la sensación más hermosa del mundo.